viernes, 1 de junio de 2012

Alegrarse con los que se alegran


Resulta sorprendente encontrar, a lo largo de la historia, pensamientos y creencias que tocan directamente el centro de la persona y de las personas. Hay en nuestro bagaje cultural, en la tradición y en lo que se nos transmite, un poso de verdad auténtica, que se redescubre en la vida, pero que se transmite y está latente en la cultura. Lo que afecta al ser humano, en su interioridad y en su espíritu y trascendencia, suele pasar desapercibido en el día a día, pero en ciertos momentos vitales resplandece como si nunca nadie hubiera podido esconderlo. Si no nos damos prisa, en esos instantes fugaces retorna a su espacio oculto y se nos escapa.

Dentro de mis particulares obsesiones está una que quiero compartir hoy: la máxima de ser-con-otros; el envío y el catalizador de lo humano en los demás. La certeza de que estamos llamados a ser en relación con, la seguridad de que son los vínculos con los que nos rodean los que nos hacen verdaderamente humanos. Llevo tiempo dándole vueltas a esa idea, que para mí es verdad porque la veo a cada rato, y encuentro un adecuado eco en el texto de San Pablo que da título a esta entrada: alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran (Rm. 12, 15).

Alguna vez leí en algún sitio que muchos de los conceptos que hoy se dan por dogmáticos en la religión católica no siempre estuvieron tan definidos. Así fue con los Sacramentos, que al final se quedaron en siete, pero durante algunos siglos bailaron de número, hasta que los correspondientes padres pusieron orden y dejaron la cosa como hoy la conocemos. Los primero teólogos también caracterizaron un pecado que quizá nos extrañe: la tristeza (tristitia, decían ellos). Evidentemente, por cuanto la tristeza es un sentimiento, no puede ser falta; uno no tiene la culpa de sentir lo que siente. Pero no deja de ser significativo que el cristianismo se identificase, en esos momentos iniciales, con el tono vital de alegría. Después vendrían los agoreros y los del valle de lágrimas y todo eso… pero en el principio, fue la alegría.

También es relevante ver cómo se ha definido la envidia, que éste sí sigue siendo pecado capital, como la tristeza por el bien ajeno. De nuevo, es ese vivir a contratiempo de los otros, volver la espalda a los sentimientos de los demás, lo que nos lleva al aislamiento, al pecado y a la muerte como personas.

Y, contra esto, la empatía. Y el acompañar. La apuesta por multiplicar las dichas y dividir las penas asumiendo que el sendero que transitamos tiene grandeza y belleza por hacerlo con otros, por hacer a otros más agradable el camino. La felicidad que se genera cuando se comparte, que se contagia cuando rebosa.

Por eso siempre me pareció más fácil el llorar con los que lloran, por aquello de la compasión; y me sorprendió el mensaje de gozar con los que ríen. Me parecía menos urgente. Sin embargo, es tanto o más importante que el primero. Porque de sintonizar con los sentimientos de la gente depende nuestra humanidad.

El otro día, en la boda de unos amigos, observaba al padre de la novia cuando iniciaba los pases torpes de un vals con su hija. El hombre se manejaba mal con la danza, pero no parecía importarle. Ni el hecho de que todos los ojos se fijaran en él ni el deambular patoso que marcaba su ritmo. En su sonrisa solo brillaba la estrella de la felicidad instantánea, quizá ni siquiera fuera consciente de que la tenía posada en su hombro. Porque, tras muchas dificultades, se celebraba la fiesta y él bailaba. Yo me alegraba internamente, con sosiego y calma, y pensaba cómo sería el mundo si cada chispa de felicidad pudiera multiplicarse compartida, si fuéramos capaces siempre de alegrarnos con los que se alegran, aunque sean otros los que bailan.

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